Cuando interrogamos al testimonio bíblico acerca de la relación entre la presencia activa de la soberanía de Dios (el reino) y los acontecimientos que conforman la vida del hombre -personal y colectivamente-, se torna evidente que las dos cosas son inseparables: no hay en la Biblia acción divina que no comporte historia humana, ni hay historia que no sea narrada en su relación con la soberanía divina. Incluso la acción de Yahvé en la naturaleza se enmarca siempre en un cuadro histórico: el diluvio, la separación de las aguas en el éxodo, incluso la creación. Queda, pues, excluida de entrada la posibilidad de tratar aquí de dos magnitudes independientes o separables. Lo cual no significa, por cierto, una ecuación entre «soberanía de Dios» e «historia», como si aquélla justificara o sacralizara todo lo que ocurre, en una especie de optimismo racionalista como el del célebre Pangloss de Voltaire, o como si la historia cumpliera inequívocamente la voluntad divina. Más bien habría que decir que la soberanía de Dios se realiza polémicamente en la historia.
Incluso es necesario decirlo más
agudamente: la soberanía de Dios es una palabra eficaz que historiza y se hace
historia convocando y rechazando a los hombres y los pueblos en relación con el
propósito divino. Es decir, la soberanía de Dios no aparece en la historia –en el testimonio bíblico- como acto abstracto o como
interpretación, sino como anuncio y llamado, un anuncio que llama, como promesa
y juicio que invitan y exigen respuesta. Precisamente la historia es en la
Biblia ese conflicto de Dios con su pueblo en medio de los pueblos y en relación
con ellos.
J. Míguez Bonino, Praxis
histórica e identidad cristiana, en R. Gibellini (ed.), Nueva
frontera de la teología en América Latina. Sígueme, Salamanca 1977,245 246.
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