“Despreciado y desechado entre los
hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de
él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente
llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le
tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido”.
Isaías
53:3-4 (RVR1960).
La
madrugada del 3 de marzo del 2011, en una conocida plaza de Santiago de Chile,
cuatro jóvenes masacraron a golpes a un joven de 24 años. Su nombre pasó a ser
un emblema para la visibilización de una demanda que se mantenía castigada.
Durante los 24 días de agonía, rondó por la web el siguiente texto:
“A Daniel Zamudio lo golpearon
hasta dejarlo inconsciente. Le apagaron cigarrillos en el cuerpo. Le
desfiguraron la cara. Le arrojaron varias veces una piedra: en el estómago, en
el rostro y en otras partes del cuerpo. Le arrancaron parte de una oreja. Le
rompieron una botella en la cabeza y le marcaron tres cruces esvásticas en la
piel con pedazos de vidrio. Hicieron palanca con una de sus piernas… hasta que
el hueso cedió y se rompió”.
Me
llamó la atención en aquel entonces ver en muchos espacios cristianos muestras
de compasión, calificando el hecho como una tragedia “inaceptable”. Tras un año
me doy cuenta que esta actitud fue sólo un síndrome del efecto mediático
comunicacional, y no una indignación sincera frente a la discriminación y
violencia que existe hacia las personas no heterosexuales. Todo este proceso
pareció ser una “Teletón Gay”, y como buena Teletón, duró hasta el cierre del
espectáculo. Luego vendría la total indiferencia. Sin embargo, algunos
cristianos y cristianas marcamos esta experiencia como algo irrepetible y por
ende trabajamos dentro de nuestros espacios para construir comunidades que no
repliquen la basura a la que nos somete este sistema. Muchos creemos que es
posible que dentro de una sociedad homofóbica las Iglesias sean un espacio de
alternativa inclusiva, solidaria y no propagadora de violencia. Violencia que
actualmente se hace a través de discursos llenos de odio, discriminación y
condena.
No
tan sólo murió Daniel. Sus agresores fueron muertos antes, acabados por este
sistema que te aniquila en vida y te somete a sus ideologías de muerte.
Ideologías muy presentes en nuestros espacios comunes. La producción y
reproducción de estos discursos lleva a una muerte sistemática que es necesario
detener. No basta con una ley anti-discriminación si no cambiamos nuestra
manera de pensar, alineada por completo a este sistema de violencia. Muchas
velas se han prendido en Chile en memoria de quienes han sufrido por culpa de
la construcción social de una moral clasista, racista y sexista, instalada con
espada y sangre indígena: Claudia Moya Silva, transexual asesinada en julio del
2001; Martina Orellana, transexual golpeada y baleada en la calle en enero de
este año; Mónica Briones, lesbiana pateada ferozmente por un agente de la CNI
cerca de Plaza Italia en los 80. Estas son sólo algunas de las despreciadas y desechadas entre los hombres,
experimentadas en quebranto y dolor; y de las cuales escondimos nuestro rostro,
fueron menospreciadas, y no las estimamos.
Hace
una semana conversaba con un grupo de jóvenes cristianos sobre el tema de la
“homosexualidad”. La cuestión en la que se centraba el diálogo finalmente
consistía en cuándo y dónde empieza el supuesto pecado de “homosexualidad”. Una
extendida conversación que, tras casi una ecuación matemática, investigación
perita-forense, exámenes médicos y consultas con los espíritus chocarreros,
lamentablemente no sirvió para cambiar la impresión preconcebida de aquellos
jóvenes, convencidos de que la práctica era condenable. Finalmente no llegamos
a conclusiones consensuadas, pero me hizo pensar en cómo nuestras iglesias
conviven con ideologías y teologías que no son otra cosa que discursos de
tortura. Me permitió darme cuenta que muchos creyentes de convicciones honestas
concordantes con el evangelio, paradójicamente pasan a ser reproductores de una
práctica de exclusión, fomentada por este sistema para la mantención del poder.
No se puede separar la sexualidad del poder: la sexualidad es el mayor
instrumento de dominación simbólica, y es necesario acabar con la dominación.
Me
sorprende que aquellos que discrepan de estas teologías e ideologías del
terror, muestren pasividad frente al tema y vivan en una autocensura para
mantener ciertas “comodidades”. Quienes creemos en el evangelio como una
practica de justicia de Dios tenemos el compromiso de caminar con quienes
sufren exclusión y por ende no podemos seguir en silencio. ¡No más! Hablar de
justicia y no mencionar la opresión por la orientación sexual o identidad de
género es un acto de indolencia y cobardía. No creo que sigamos hablando de la
construcción de un mundo más justo si no vencemos la violencia de género y
sexual, por muy hereje que esto suene hoy para algunos. En su tiempo era una
herejía decir que los indígenas tenían alma, herejía decir que la mujer era igual
al hombre, herejía decir que los esclavos debían ser libres y también herejía
decir que los negros tenían igualdad de derechos que los blancos. También un
hijo de un carpintero de Nazaret fue un hereje al proclamar buenas nuevas a los
pobres en una Palestina invadida por el Imperio Romano y explotada por la
religión imperante. No obstante, durante su vida buscó justicia para los
oprimidos de su sociedad, enfrentando a todo poder de opresión, poder que
finalmente lo llevó a la muerte.
Me
resisto a creer que Dios es un macho que detesta a los homosexuales. Resisto
creer que no podemos hablar de sexualidad porque ya está todo zanjado desde los
textos medievales. Me resisto a conformarme con ser iglesia solo para
heterosexuales. Resisto creer que en la cena del Señor nos preguntarán nuestra
identidad de género u orientación sexual. Resisto creer que tenga que haber más
violencia para acabar con la homofobia en nuestras iglesias. En resistencia
creo en Dios habitando en toda su creación, que gime por justicia para el aquí
y ahora.
#JusticiaParaDanielZamudio
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