Estamos ya a siete días del levantamiento que cambió la
figura del país y lo remeció hasta los tuétanos. La manifestación masiva de
ayer viernes 26 —más de un millón doscientas mil personas en Santiago y otras
tantas en regiones—, seguida hoy sábado del trabajo voluntario de cientos de
jóvenes haciendo aseo en las calles, nos muestra que sopla un nuevo espíritu en
un pueblo que descubre en sí mismo la inmensa potencialidad de la vida.
Pero hagamos memoria y reflexionemos sobre algunos de estos
hechos buscándoles un posible significado.
***
El malestar y los hechos en la calle
Todo comenzó en Santiago el lunes 14 de octubre 2019 con una
masiva protesta de estudiantes secundarios contra el alza de 30 pesos del
boleto del metro. Durante dos días grupos de estudiantes irrumpieron a
intervalos en algunas estaciones del metro para saltarse los torniquetes y
evadir así, casi jugando, el pago del viaje. Su lema: “Evadir, no pagar; otra
forma de luchar”
Al tercer día, el juego se puso serio cuando comenzó la
represión policial. Se agregó entonces la protesta de padres y abuelos a la de
los escolares, y pronto se unieron a ella grupos de jóvenes que destaparon
violentamente la ira y la frustración acumulada durante años por contemplar
impotentes que sus abuelas no podían vivir con sus pensiones miserables, o que
sus madres no podían pagar tratamientos médicos urgentes, o que la vida en el
barrio o en el edificio se volvía una angustia permanente entre la droga y la
falta de trabajo y de espacios de juego o reunión.
Son jóvenes sin futuro, decepcionados de una educación que
no cumple la promesa de prepararlos para un trabajo digno. Se comparan con
exalumnos de colegios particulares de su misma edad que desempeñan cargos y
funciones lucrativas. Para ellos, la evasión del pago del transporte público no
es sino una manera de resarcirse de las carencias en que han sido criados y han
vivido siempre. Evadir —como lo hacen los ricos con sus impuestos, sus
colusiones comerciales y sus recortes a la previsión laboral, o los militares y
carabineros con sus fraudes al fisco— ya se ha banalizado y se vuelve asunto de
optar entre viveza o tontería.
De la ira y la indignación largo tiempo contenidas frente a
las grandes desigualdades de ingreso y de estándares de vida resultó la
violencia que se desató—irracional— en contra de cosas comunes —si bien aquí
abunda el ejemplo de los poderosos que también abusan de cosas comunes, como el
agua privatizada y el aire que contaminan. De ahí salieron la destrucción de 41
estaciones del metro y de dos de sus trenes con la consiguiente inutilización
del servicio. De ahí también las quemas de buses, de farmacias y supermercados,
a los que se añadieron saqueos perpetrados por otros, esta vez adultos —pues
siempre hay quienes se aprovechan del pánico o, como se sospecha, lo organizan
desde sus cárteles.
El trastorno del orden público en Santiago y otras ciudades
trajo consigo la inseguridad o el miedo ante la falta de aprovisionamiento de
alimentos y medicinas. La vida de los más débiles —bebés, ancianos, enfermos
crónicos— comenzaba a peligrar. El gobierno decretó el estado de excepción en
la capital y en otras regiones.
Frente al estado de excepción, se dividieron los ánimos. Algunos
lo aprobaron. Los alcaldes requirieron presencia policial en las inmediaciones
de los edificios de los que dependía la salud pública —farmacias, dispensarios
y hospitales— y el acopio y la venta de alimentos —supermercados. También lo
hicieron pequeños comerciantes y feriantes que vieron saqueadas sus tiendas..
A algunos, la bota militar les traía ominosos recuerdos de
dictadura. Otros, sin estos recuerdos, los miraban con recelo, pues los sentían
encargados más bien de protegerlos de enemigos externos. Y tenían razón de
recelarlos, pues en muchos casos, ellos y los carabineros, volvieron al violar
derechos humanos y ciudadanos elementales. En algunos barrios grupos de vecinos
prefirieron constituirse en sus propios guardianes, organizando turnos y
cuadrillas. Algunos políticos de la oposición condicionaron el diálogo con el
ejecutivo a que los militares volvieran a sus cuarteles.
Por lo demás, los militares decepcionaron a los mismos
sectores que pidieron su auxilio, por no acudir cuando se los necesitaba para
impedir los saqueos. Por otro lado, los militares repelieron a manifestantes
pacíficos, hiriéndolos con balines, forzándolos a golpes y causando la muerte
de más de 20 personas, hiriendo a varios cientos, entre los cuales se cuentan
unos cincuenta jóvenes heridos en el globo de un ojo.
Estado de excepción: nivel emergencia[1]
De cualquier manera, ninguna de las posturas referidas
frente a la operación militar dejaba de tener asidero en la esencia misma del
estado de excepción[2],
que instaura “legalmente” una zona sin ley, —anómica—, a cargo del jefe de
zona, en un límite precario entre legalidad e ilegalidad, entre el cuidado de
la vida y el dominio administrativo o tiránico sobre ella, o entre el contrato
social de una constitución y la arbitrariedad de un posible déspota. Quedó así
evocado el peligro de deslizarse hacia una dictadura, tanto más cuanto que el
presidente Piñera dijo que estábamos “en guerra” contra un enemigo poderoso.
El presidente que decretó el estado de excepción
constitucional tiene la facultad administrativa de hacerlo —la potestad
que el pueblo les ha conferido a los funcionarios elegidos. Pero por falta de
carisma personal y por su propia historia de alianzas comerciales, este
presidente carece de la autoridad que le haría posible identificarse con
la mayoría del pueblo como un líder[3].
Por eso, cuando el 22 de octubre por la tarde apareció en cadena nacional
pidiendo disculpas y ofreciendo el despacho rápido de medidas que parecen
responder a las necesidades más sentidas de la mayoría de excluidos sociales en
Chile, éstos no le prestaron oído ni confianza.
Pese al cambio en la actitud del presidente y de varios de
sus ministros —cambio que algunos saludaron como una “victoria” del pueblo —así
Oscar Landerretche, expresidente del directorio de la estatal Codelco— las
manifestaciones multitudinarias y pacíficas de protesta prosiguieron y hasta se
fortificaron con una huelga general por 24 horas convocada por la CUT y otras
organizaciones de trabajadores. La mayoría de quienes participaban llevaban
adelante la protesta de manera pacífica y hasta festiva —cacerolazos, danzas,
rayados de muros—, lo que el gobierno se empecinó en no ver durante los
primeros cinco días, echándola en el mismo saco de la supuesta “guerra” contra
los “vándalos” (“alienígenas” según Cecilia Morel).
De la anomia a la vida
Dije que el estado de excepción es uno de ausencia de ley —o
anomia. Toda vida cuando se siente sofocada atraviesa por una cierta anomia. Es
uno de los momentos de una búsqueda. No es el último. Tiene de angustioso que,
mientras dura, no se ve con claridad ninguna salida. Se la busca en forma
irracional. Por ejemplo, destruyendo el metro como lo hemos visto. Quien lo
destruye no sabe por qué lo hace. Pero siente oscuramente tal vez que esa
serpiente subterránea que recorre el gran Santiago desde los barrios pobres
hasta los ricos, ida y vuelta, representa un vínculo de explotación, más que de
comunicación: la explotación que padecen sus padres al viajar desde los
suburbios hacia el oriente de la ciudad para hermosear un jardín ajeno, o a sentarse
largas horas de cajera en un supermercado, por una miseria de sueldo.
Antes del decreto presidencial del estado de excepción, el
pueblo mismo se había puesto ya al margen de la ley, pues sentía oscuramente que
el derecho vigente no daba para más. Exceptuarse de la ley era una forma de
buscar una nueva ley, esta vez ley de vida, sintiendo que no había oposición
entre anomia y ley, pues también esta anomia contenía el deseo y el dinamismo
de una búsqueda de vida[4].
Evolución errática pero creativa
La vida se desarrolla y evoluciona erráticamente por
momentos, pero lleva en su interior mismo — el “Dedans” (“Interior”) de
Teilhard de Chardin— el dinamismo que crea y configura seres inesperadamente
nuevos y capaces de sobreponerse a las crisis externas —erupciones, meteoritos,
glaciaciones. Al reproducirse y mutarse a veces en forma sorprendente, se
agrupan en múltiples figuras de herencias que llevan adelante la evolución de
la vida desde los primeros microbios y células eucariotas del precámbrico, hace
2.700 millones de años, pasando por las plantas acuáticas y terrestres, hacia
los animales y los simios y homínidos de la era terciaria, hace 7 millones de
años. Así ha ido evolucionando la materia en su encaminarse progresivo hacia la
conciencia, la racionalidad, la afectividad, la comunidad. Y la historia humana
sigue también ese ritmo evolutivo con todos sus vaivenes anómicos y creativos y
sus pulsiones destructivas y constructivas.
Lectura bíblica de la anomia
La coyuntura anómica de excepción, en sus dos aspectos de
levantamiento espontáneo y de decreto presidencial, puede leerse también con el
rasero de los símbolos bíblicos, pues éstos tenían y tienen referentes reales
en la historia humana. Los símbolos bíblicos y de otras religiones o culturas permiten
leer la vida diaria y las estructuras sociales con una clave que escudriña las
profundidades del alma individual y colectiva de donde brotan las pulsiones que
determinan la existencia individual y social, como el eros y la thánatos,
la vida y la muerte.
Tres textos bíblicos, dos de Pablo y uno de Juan, nos
guiarán en este propósito.
En la carta de Pablo a los Romanos (3,21) se lee una
afirmación paradójica sobre la inutilidad de la ley antigua, la de Israel: “ahora,
sin ley, la justicia de Dios se ha manifestado”. Es una expresión
paradójica —porque niega la ley, pero afirma la justicia de Dios que también es
una ley.
Para entender la
paradoja, recurrimos a otro texto de Pablo: “Dios nos ha confiado el servicio
de una nueva alianza, no de la letra, sino del espíritu, porque la letra mata y
el espíritu vivifica” (literalmente hace vida) (2 Cor 3, 6). Aquí la letra es
la de la ley que establecía el código jurídico de la antigua alianza. Pero para
Pablo ha sucedido un hecho que elimina la ley antigua cuya letra ahora mata.
Ese hecho es la constitución de una nueva alianza por el acontecimiento del
mesías Jesús —un mesías que ya no está físicamente presente, pero cuya
inspiración o espíritu vivificante vive en medio de todos. Esa inspiración
mesiánica da lugar a una nueva ley a la que Pablo llama “justicia de Dios”,
inmediatamente conectada con la inspiración vital del “espíritu vivificante”.
Lo que ha acontecido
es que, tras el advenimiento y la ida del mesías Jesús (2 Cor 3, 1), se le ha
encargado a Pablo que se ponga al servicio de la justicia de Dios, esa que,
rompiendo todas las barreras de injusticia, une a todos los seres humanos en el
nuevo espacio llamado “mesías”, donde “ya no hay griego ni judío, esclavo ni
liberto, hombre ni mujer” (Gal 3, 28). Tal es el advenimiento de la justicia de
Dios.
Este evento no es
el de alguien que vendría de fuera a imponer o instaurar carismática o
violentamente un nuevo orden social y jurídico —la nueva alianza. El mesías
Jesús ya no está en el horizonte de la historia. Los sueños de hacerlo rey se
han esfumado para siempre. Y también los de su vuelta o parusía. Al hablar de
su “espíritu”, Pablo está apuntando a una experiencia íntima que él vive
intensamente, pero que está a disposición de todos. Se trata solo de volverla
consciente en la comunidad. Este era el servicio encargado a Pablo: despertar
conciencia.
Esa conciencia se
encuentra también más tarde en el evangelio de Juan, donde se insiste en que el
mesías Jesús, se ha alejado definitivamente, lo que angustiaba a sus
seguidores. Sin embargo, ese alejamiento era necesario para que la comunidad
descubriera en sí misma, en el diálogo y la discusión comunitaria, que la
respiración o el soplo del espíritu —su ardor mesiánico— está latente en cualquier
grupo humano, pujando por expresarse de diversas maneras. El nombre de paráclito resume el evangelio de Juan las funciones de “abogacía”, defensa de
los débiles, vocería, y “consuelo” o apoyo de los afligidos que cumplía Jesús y
que ahora debe cumplir el grupo mismo, con la fuerza que le viene desde
adentro: “Si no me voy, no viene el paráclito (abogado, consolador)” (Juan
16,7): la espera de un líder carismático (mesías) que viniera de afuera
paralizaría la energía interna que pugna por manifestarse en el grupo mismo.
Algo así como esa
energía es la que hemos podido experimentar ahora en nuestra situación de
excepción. Pienso en los muchos gestos y acciones solidarias que han brotado
sin ley alguna, — en medio de la anomia—, como las de atender a los heridos, prestarse
servicios entre vecinos, barrer calles y plazas, formar cabildos en los barrios
para ir reconstruyendo una sociedad nueva, y muchas otras que se inspiran en lo
más profundo y lo mejor que hay en nuestra humanidad
Así han vuelto a
ponerse de pie los injustamente tratados, los excluidos. Desde Pablo es posible
interpretar estas acciones como un eco de la “justicia de Dios”, esa que une lo
que está separado por odios o prejuicios. Con la palabra “Dios”, Pablo
simboliza lo constructivo, lo amoroso, lo erótico de las profundidades unitivas
de lo humano, lo que crea nueva vida y termina con la ley antigua que llevaba a
la muerte. No se trata —ni para Pablo ni para nosotros— de un dios que desde
afuera venga a interrumpir procesos humanos. Hablaba Pablo y hablamos nosotros de
un don que los pueblos a veces descubren en sí mismos, un mesías colectivo, no
un visionario individual o líder carismático, ni tampoco una iglesia o un
partido que pretenden saberlo todo, sino un pueblo en movimiento y solo por eso
“mesiánico”.
Así podemos leer e interpretar también el momento que
estamos viviendo hoy: la oscuridad de la anomia que experimentamos refleja la
muerte que la Constitución de la dictadura trae consigo y sigue produciendo por
mano de militares que pretenden hacer cumplir la ley en estado de excepción.
Pero esta ley que ya no sirve y esta ilegalidad o anomia que se vive en las
manifestaciones populares traen en sí el germen de la vida que tarde o temprano
se dará una nueva ley.
¿Por qué vías? Sin poder predecirlas, porque solo “se hace
camino al andar”, hay que comenzar por dar dos pasos: el primero depende de lo
que queda de la administración pública y de su capacidad de devolver el orden
público; el segundo, desde el pueblo hay que dar pasos de participación activa —como
el de los cabildos que ya están creándose— para construir un nuevo
pacto social o una nueva constitución.
Manuel Ossa B., 23 y 27 de octubre 2019
[1]
El “estado de excepción constitucional” está
definido por la ley 18415 del 14 de junio de 1985 y contempla cuatro variantes:
estado de emergencia, estado de asamblea, estado de sitio y estado de
catástrofe. Cada una de estas variantes se aplica a una situación distinta y
con varias modalidades. El estado de emergencia se aplica por decreto
presidencial en caso de “grave alteración del orden público”.
[2] Cf. Giorgio Agamben, State
of Exception, The University of Chicago Press, edición Kindle Amazon, pos. 338)
[3] Según Agamben, la autoridad es diferente de la potestad,
pero ambos conceptos configuran un sistema en el que se relacionan entre sí en
una oposición que las mantiene a ambas. Ver Giorgio Agamben, o.c. State of Exception, chap. 6:
“Auctoritas and Potestas”.
[4] Cf. Agamben, o.c. pos. 981, chap.
5.4