Al Dios de Jesús se lo puede pensar
sólo en términos históricos, es decir, como saliendo al encuentro de la
comunidad que se constituyó en torno a Jesús. Es un Dios que no puede
compararse con el Dios del que comúnmente se habla. Porque cuando se habla de
Dios, sea para adorarlo, sea para negarlo, se piensa en un ser inmutable y
omnipotente. Y ese Dios no puede ser el de Jesús, porque al de Jesús le
acontece morir en y con él. Y la muerte
es la máxima impotencia y mutación. No se lo puede reconocer como “Dios”,
porque decir de Dios que se muere, es un escándalo. Y el escándalo se vuelve
locura cuando se afirma, - como lo hicieron los primeros de sus seguidores y
seguimos haciéndolo nosotros -, que vive
de otra manera, la suya propia a través de la muerte. Es el escándalo y la
locura de la cruz de que habla Pablo.
Así de escandaloso y de loco es,
pues, el Dios que nos sale también al encuentro a quienes hoy confesamos ser
sus seguidores. En la semana santa de este año, los cristianos volvemos a
sorprendernos de este nuestro Dios. Pablo, el esclavo de Jesús el Cristo,
hablándoles a los Atenienses en el Areópago, le llamó el “dios desconocido”,
que es casi lo mismo que decir el “extraño”, el que no calza con nuestro
sentido común, el “des-ubicado”, porque literalmente no tiene lugar ni
ubicación entre nuestras ideas consabidas sobre la divinidad. Tanto que los
Atenienses le volvieron la espalda a Pablo para no los tomaran por locos si
seguían escuchándole.
El Dios del que se habla en el
relato de Jesús de Nazaret es el Dios que está
viniendo, no uno “que está sentado”, inmutable y omnipotente.
1.
El Dios de Jesús
El evangelio nos da a entender que
Jesús estaba todo el tiempo vuelto hacia Dios, su Padre, y por eso mismo, vuelto
hacia el prójimo, sus hermanos, los más pequeños y olvidados. Por eso anunció
la llegada de un mundo distinto – el “Reino de Dios” - donde los pobres serían
felices. Con ello, se puso en contradicción con las convenciones y leyes de su
época – y de todas las épocas – según las cuales los ricos y los poderosos son
los que tienen que dar la pauta y dictar las leyes en provecho propio. Se puso
en contradicción con el Dios de los ricos. Esa contradicción lo llevó a que lo mataran
en la cruz. Al “ajusticiarlo” de acuerdo con sus propias leyes y su propio
“Dios”, los poderes del mundo quisieron suprimir y matar al Dios cuyo reinado
Jesús anunciaba.
El Dios de Jesús – desconocido y
sin ubicación en este mundo de los ricos – aceptó morir con Jesús con la muerte
de los condenados de esta tierra: los
empobrecidos y aplastados. Abandonado
(Mc 15, 34) del mismo Dios cuya venida
él anhelaba insistentemente, “se hizo
maldición” (Gal 3,13). El Dios de Jesús incorporó así la muerte y el
abandono humano a su mismo ser histórico, ése que está viniendo y está llegando, en su Reino. Al incorporar en sí la
muerte de los empobrecidos, aplastados y condenados, les devolvió a éstos la
dignidad que les es propia y les reveló que su lucha contra los poderes
opresores es una resurrección con la
que él los aprueba, como aprobó a su
hijo Jesús resucitándolo. Le hace
vivir ahora como resucitado en su “cuerpo espiritual” (1 Cor 15,44), en medio de nosotros y en nosotros,
mediante su Espíritu de vida, dándole así nueva vigencia histórica – en
nosotros y por nosotros - a su resistencia al mal, hasta que venga a nosotros su Reino.
2. Una teología de la cruz
Al “resucitar” a un condenado, constituyéndolo como
su hijo y nuestro Señor, el Dios Padre aprobaba los hechos y palabras de este
condenado, y se ponía del lado de los
excluidos y condenados de la tierra. El
“poder” cambiaba así de mano y de carácter en la visión de la comunidad de
creyentes, porque cambiaba la idea que el hombre se hacía de Dios. Si Dios se
identifica con el condenado, es porque se distancia radicalmente del poder que
lo condenaba:
“ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir
lo fuerte, lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios, lo que no es
para reducir a la nada lo que es” (1 Cor
2, 27b-28).
En adelante, para los seguidores de Jesús, Dios no
era ni podía seguir siendo el que confirmara o legitimara el poder, la gloria
ni el saber de los jefes de ningún pueblo. El Dios de Jesús, al constituirlo
como Señor en su cruz, reconocía como suyos los rasgos y gestos de ese hombre
que solidarizara sin condiciones con los excluidos y abandonados. En adelante,
el no-poder o la debilidad del pobre con el que Jesús se ha identificado hasta
la cruz será el lugar de privilegio donde se encuentra a Dios. Si primero no se
le reconoce en los excluidos, tampoco se lo va a encontrar en el templo. (Pablo
habla de esta inversión de la razón, del poder y de la gloria producida por la
cruz en 1 Cor 1, 17-18; 20b-25).
3. Consecuencias en el espacio público
La teología de la cruz no es una teología política
que legitime ningún ejercicio de poder social o económico determinado, ni
inspire o sirva de programa a un gobierno, ni promueva la toma del poder por
parte de ningún grupo social. Pero es el criterio que permite calificar de
justo o injusto el poder social, económico o político de cualquier grupo. Desde
este punto de vista, la teología de la cruz tiene necesaria e imperativamente
una dimensión política, pues la denuncia o la crítica de la injusticia y de la
inequidad es parte de la proclamación de la buena nueva de que a Dios se le
encuentra en el reconocimiento, el respeto y el amor de los otros, partiendo
por los excluidos. “Lo que hicisteis con uno de esos pequeños, conmigo lo hicisteis”,
pues yo fui y soy uno de ellos.
A esta función crítica debe agregarse el empeño por
buscar el modo de convivencia que más pueda acercarse a un modelo orgánico y
participativo de sociedad, pero sin imponerlo bajo ningún concepto religioso.
De todas maneras, la forma de organización y de
presencia pública de la comunidad de seguidores de Jesús tendría que emular su
anonadamiento (kénosis) y no la mal
entendida realeza de Cristo (“mi reino no es de este mundo”), pues la “gloria”
del resucitado es la inversa de las glorias y ceremonias de las dinastías que,
sin embargo, han sido copiadas históricamente por las iglesias, tanto en sus
jerarquías, palacios y pactos con el poder político, como en su arquitectura,
liturgia e iconografía. Por esto, cualquier tipo de alianza con los poderes
políticos de turno y cualquier tentativa por obtener privilegios sociales para
una comunidad de iglesia es contraria a una consecuente teología de la cruz.
4. Hacia una espiritualidad de la cruz
Hay
espiritualidades de la cruz que exaltan sin crítica las imágenes de “víctima”,
“sacrificio” y “sangre”, se apoyan en dudosas interpretaciones bíblicas,
ignorando los contextos culturales e históricos que han dado origen a estas
imágenes. Sobre tales teorías religiosas recae hoy la sospecha de favorecer
tendencias sádicas o masoquistas. Hay también otras doctrinas que presentan la
cruz como antídoto, calmante o consuelo en los padecimientos, dolores o
enfermedades que a todos los humanos nos aquejan por nuestra mera condición de
seres biológicamente limitados y destinados a la muerte.
De
ninguna de las teorías o doctrinas recién nombradas habla Jesús cuando advierte
a quien quiera seguirlo que deberá hacerse cargo de su propia cruz. La cruz de
los seguidores de Jesús es la que los poderes dominantes erigen contra ellos, a
veces con violencia, para liquidar una fidelidad que les molesta en sus
intereses. Fue la cruz de Oscar Romero por defender a los pobres de El
Salvador; la de Martin Luther King, por su fidelidad sin compromisos con sus
hermanos y hermanas de color en tiempos de segregación racial. También fue la
de Gandhi, a la manera hindú de seguir a Jesús. Pero, si ellos están entre los
más visibles y conocidos, no son los únicos. Podríamos mencionar con sus
nombres a cristianos a quienes se les aparta de la docencia y a curas a los que
se les denuncia entre nosotros por distanciarse de “doctrinas” eclesiásticas
oficiales excluyentes, de las que ni siquiera se admite que puedan ser
discutibles.
No
se requiere actuar como héroe para ser seguidor de Jesús. La mentalidad
dominante tiende a imponernos a todos la ley del mayor provecho personal, caiga
quien caiga. Resistirse a esta mentalidad para amar de veras al prójimo es ya
activar una espiritualidad del seguimiento de Jesús y acoger la propia cruz. Es
arriesgar ventajas personales para comprometerse consecuentemente por la
justicia y la equidad, empeñándose en construir con otros una sociedad más
humana y que tome en consideración la calidad de sujetos con derecho a labrarse
su propio destino de los débiles y excluidos – que lo son sólo porque se les ha
privado de esa su dignidad propia. La cruz de Cristo, el Señor, es la protesta
divina contra esa privación.
Con Jesús ante los ojos y en el alma, la cruz de sus
seguidores no aparece como la acción desalentada e inútil de un Sísifo. Al
contrario, se nos alienta a que no desfallezcamos faltos de ánimo, porque
tenemos “puestos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, y soportó la
cruz sin miedo a la ignominia” (Hebreos, 12,2 y 3). Ese aliento es el de su
espíritu, el que fue derramado en Pentecostés. No estamos solos en esta obra
que es la de un amor “que mueve al sol y las demás estrellas” (Dante), y pugna
por reunirnos a todos como hermanos y hermanas, algún día... Así lo esperó
Jesús.
Manuel Ossa
30 de marzo 2015
Articulo publicado en la Revista Pastoral Popular.